Se me complicó escribir estos días, caminamos y anduvimos mucho. Como también paramos mucho a mirar las diferentes postales a orillas del Tejo o en algún mirador de las colinas sobre las que se sitúa la ciudad. Lisboa se presta para esto y es tan hermoso y relajante como tirarse en los jardines de Champ de Mars a ver la Torre Eiffel. Y si alguno fue a los dos lugares no me va a dejar mentir.
Como cada mañana después de un buen desayuno salimos, pero esta vez sin rumbo fijo o eso creía Julieta cuando la noche anterior vimos los lugares que podíamos visitar. Lo cierto es que caminamos río abajo en busca de la Torre de Belém, patrimonial mundial de la UNESCO. Construida bajo el reinado de Manuel I de Portugal, y sirvió como centro de recaudación de impuestos para ingresar a la ciudad. Antes pasamos por el Padrão dos Descobrimentos, construido para conmemorar los 500 años de la muerte de Enrique el Navegante, como forma de reconocer a los expedicionistas portugueses que tantas aguas navegaron. Y después de ver la Torre, vimos el cambio de guardia en la entrada al Museo Naval.
A la vuelta almorzamos tipo 3 de la tarde en un bar sobre el río, un Bacalao con papas rústicas y antes de volver una lluvia de cinco minutos amenazó con robarnos la tarde. Caminamos un poco más hasta detenernos a descansar un poco, apreciar el río, los pescadores y la gente que por allí pasaba.
Volvimos al hostel a relajarnos y cambiarnos para volver a salir, pero esta vez para conocer la vida nocturna de Lisboa. Fuimos a cenar a la Tasca de Manel para probar la típica comida portuguesa y después recorrimos las callecitas del Bairro Alto para terminar tomando una cervecita entre la gente que va de bar en bar buscando nuevos tragos y nuevas personas para conversar. Un lugar sin igual, con mucha vida y energía positiva. Eso sí, en Lisboa, en cada esquina, te ofrecen marihuana y coca como si te vendieran lentes o souvenires. Pero con un NO, solos se alejan y van a buscar otro potencial comprador.